Ave de corto vuelo
El Universal, 18 de octubre de 2003
Hace medio siglo en nuestro medio no se oía hablar de cocaína, y menos de heroína. Eran elementos exóticos. Algunas personas, especialmente de baja estofa, incursionaban en el uso de la marihuana, o mariguana. Era esa una práctica que, aunque mal vista, no se le daba mayor importancia.
Con el tiempo la marihuana fue subiendo peldaños en la escala social, hasta entrar con fuerza en la población universitaria. Colombia se convirtió en uno de los principales productores y exportadores de la “yerba”, pese a ser considerado su comercio como una actividad ilegal. Enorme esfuerzo y costo representó al Estado colombiano la erradicación de cultivos y la persecución de consumidores y exportadores.
Hoy, tanto el cultivo como la exportación han perdido intensidad. Otros renglones, como la coca y la amapola, reclaman prioritariamente la atención oficial. Dentro del consumo de sustancias alucinógenas, el uso de la marihuana pasó a la categoría de pecado venial, y en cuanto a la exportación también perdió fuerza ya que Estados Unidos se convirtió en el primer productor del mundo.
En algunos estados de la Unión se autorizó su uso con fines terapéuticos, y en otros se dan pasos hacia el libre consumo. En Holanda se ha autorizado el consumo de la marihuana y de otros alucinógenos, libremente. En la época en que todavía aquí el uso de la marihuana era visto como conducta censurable, la zona portuaria era lugar predilecto para un tráfico en pequeña escala, en el que figuraban como actores de primera línea los vaporinos, los turros y algunos trabajadores del puerto.
El cambalache era válido en aquel comercio “clandestino” que todos conocíamos: canje de marihuana por cigarrillos americanos o por botellas de whisky; babillas disecadas por chocolates o por confites ingleses: maracas y flautas por cosméticos y perfumes. Aquel intercambio tenía su encanto, si notábamos en el centro movimiento de brandy, de vino Jerez y de turrones de Alicante, podíamos asegurar que un buque español estaba en el puerto. Si abundaba el whisky y los cigarrillos americanos, de seguro que había llegado un barco procedente de los Estados Unidos.
Un pequeño grupo de trabajadores del puerto se hallaba en los patios del terminal, detrás de unos contenedores vacíos. Uno de ellos, “El Pirro”, había comercializado unos tabaquitos de marihuana con unos vaporinos griegos, pero le habían sobrado unos cuantos pitillos. Se encontró con “El Yuyo”, con “”Cara’epuerco” y con “El Pisingo” y, entre los cuatro resolvieron consumir los pitillos sobrantes. Así se evitaban problemas con los “tongos” de la puerta principal, corredores de picúa.
Se metieron en uno de los contenedores vacíos y, para estar a salvo de miradas indiscretas, cerraron la puerta. Cada uno se pegó en su pitillo, cuyo humo aspiraban profundamente con delectación. Poco a poco fueron sintiendo el efecto agradable del estupefaciente. “El Yuyo” comentó: “Erda, mano, esta yerba es de la fina, me siento como si estuviera volando, estoy en el aire, iqué bacano!”.
Efectivamente, el contenedor había sido tomado por un moderno elevador silencioso, un “reach stacker”, que lo conducía hacia la plataforma de un camión. Los cuatro amigos se sentían unos astronautas. Pero salieron de su ensueño cuando el contenedor tropezó con la mesa del camión. Apresuradamente abrieron la puerta y saltaron al pavimento. Había sido un vuelo muy corto.