La leyenda del mero

El Universal, 22 de abril de 1995

Como todos los sábados, los muchachitos de Ararca habían llegado con sus botes a colocarse alrededor del “Santa” para pedir a los turistas “guán chilín”. Los gringos se divertían arrojándoles monedas al agua, que ellos buceaban con destreza.

Súbitamente el agua se agitó con violencia, uno de los botes se volcó y algunos muchachos aseguraban haber sentido el roce de un cuerpo áspero. Ágiles saltaron sobre sus botes y se alejaron gritando: ¡la sarda, la sarda! Al siguiente día, “El Guareo”, buzo oficial del terminal, bajó a las profundidades del espigón número uno y, después de repetidas zambullidas, dictaminó: es un mero. Un mero muy grande.

Los meros son animales de costumbres sedentarias. Generalmente viven en cuevas naturales que se forman en las rocas. Aunque crecen y llegan a pesar más de una tonelada, no atacan a los hombres. Algunos llegan a mantener con los exploradores submarinos una fraternal amistad. Son como unos perros de mar.

Parece que el mero del terminal seguramente llegó atraído por los desperdicios de cocina de algún buque. Al llegar debajo del espigón número uno, halló un hábitat parecido al de sus cuevas submarinas. En esa época no había Inderena, ICA, y ni pensar en el Ministerio del Medio Ambiente. La capitanía, por su parte, solamente se preocupaba de que en las “visitas” sirvieran unas buenas cervezas y fueran obsequiados con “matrimonio” (una botella de whisky y un cartón de cigarrillos).

Los buques, por regla general, botaban a la bahía toda clase de basuras. Al mero solamente le interesaba la de la cocina; especialmente la de los buques de pasajeros que arrojaban al agua gran cantidad de comida sobrante. Nuestro mero podía escoger a su gusto. Con la vida muelle que llevaba, el mero creció y engordó de manera descomunal. Tanto, que ya no cabía entre los pilotes. Pero para qué quería salir, si la comida abundaba. Se dice que por la sazón de las viandas conocía la bandera del buque surto en el muelle. Para su desgracia, un nuevo capitán de puerto prohibió tirar de los buques basuras al agua. Y fue muy enérgico en el cumplimiento de la disposición.

Según “El Guareo”, el mero rebajaba de peso de manera alarmante. Aunque él acostumbraba a llevarle “sarapas”, generalmente cucayo del casino del kiosco de Abelardo, el mero se veía triste. Aseguraba “El Guareo” haberle visto Ilorar. Seguramente que por su memoria desfilaban nombres como: Begoña, Donizetti, Santa Rosa, Antilles, Reina del Mar, Andrea Doria y quién sabe cuántos más.

Pero, sin darse cuenta el mero, al rebajar de peso iba perdiendo volumen, y cualquier día, mientras laboraban un fluvial con la grúa eléctrica, los trabajadores sintieron un gran golpe que movió el planchón. “Sangre de Yuca” gritó: ahí va el mero. “Doble Ancho” aseguraba haber visto su lomo oscuro y “Medio Buque”, asustado, no atinaba a saber qué era lo que había golpeado el bongo. Días después bajó “El Guareo” y, al salir, sentenció: “se fue el mero”. Dios quiera que le vaya bien.

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